jueves, 31 de enero de 2013

lunes, 21 de enero de 2013

Aquél iba a ser el peor verano de toda mi vida. Había suspendido cuatro asignaturas, y sabía perfectamente que me iba a pasar las vacaciones estudiando o al menos, intentándolo. Mis padres querían llevarme con ellos durante quince días, a un pueblo cerca de la costa, donde teníamos una pequeña casa a pocos metros de la playa. Subí corriendo a mi habitación, a cerrar mi maleta y a recoger un poco la inmensa montaña de ropa que había dejado sobre mi cama. Es uno de mis defectos que más odio. Soy la persona más desordenada que pueda existir en el mundo. Pero esta vez no me daba tiempo a recogerla, así que disimulé un poco todos aquellos trapos esparcidos por mi habitación, cogí mi gran maleta, y bajé las escaleras. Mi madre y mi hermano pequeño ya estaban dentro del coche, y mi padre estaba guardando en el maletero la última maleta que quedaba por guardar, la mía.
Una vez en el coche, me puse mis cascos y empecé a escuchar música. Mi música. Aquella que me había acompañado en tantos momentos. Tristes, alegres, raros, diferentes, eufóricos, depresivos...
A veces cuando me siento mal conmigo misma, que es frecuentemente, lo único que hago es echarme en mi cama boca arriba, cerrar los ojos y escuchar música. Aunque parezca una tontería, me alivia bastante. Hay veces que no me entiendo ni yo misma, de ahí vienen las numerosas discusiones con mis padres a diario. Y sobre todo, mi maldita falta de autoestima. Mi madre siempre me dice que tengo que quererme más a mí misma. Os juro que lo intento, intento darme cuenta de las cualidades que tengo, si es que tengo alguna. Pero esque yo me veo insignificante respecto a todas esas chicas que me rodean, todas altas, delgadas y guapísimas. Todas ellas tienen novio, o son populares. Yo en cambio, sólo tengo una amiga de verdad, en la que sé que puedo confiar pase lo que pase, Bea. A Bea la conozco desde que tenía tres años, y desde entonces somos realmente inseparables. Ella es rubia, y tiene unas tetas demasiado grandes, diría yo. Es por esto por lo que liga mucho más que yo. Además, ella tiene más carácter, y puede tener al que quiera. Recuerdo que de pequeñas nos odiábamos mutuamente. Creo que yo a ella la odiaba por la sencilla razón de que era la mejor en todo, y ella me odiaba a mí, a saber por qué. Hasta que un día, de la que venía de dar clases de piano en dirección a mi casa, la encontré llorando en medio de la calle, con la cara cubierta con sus manos, para que nadie la viese. Me senté a su lado y le pregunté que le pasaba. Ella me dijo que me fuera, que jamás lo entendería, pero yo me quedé. Porque sabía que dentro de aquella coraza de dura había una buena chica. Y lo era. Realmente lo era. Ahora es mi mejor amiga y no la cambio por nada del mundo, desde luego.
He dado al botón de reproducir aleatoriamente canciones en mi mp4, y éste ha optado por la de "The scientist-Coldplay". Maldita sea, otra vez esta canción no. Me trae demasiados recuerdos y lo odio. Oh dios, Anna, no puedes escuchar esta canción ahora si no quieres dar el numerito y ponerte a llorar delante de tu familia. Así que rápidamente elijo otra, una que suena mucho actualmente en las discotecas. Sí, de esas canciones que hay que mover tu cuerpo, para que los chicos se acerquen a ti. Cosa que yo no sé hacer, ni nunca lo sabré. Lo único que consigo, es hacer el ridículo. A veces me gustaría ser como esas chicas que bailan genial, que les da igual lo que piensen de ellas. Pero yo no soy así. Maldita sea, soy demasiado vergonzosa.

Cuando salgo de mi ensimismamiento, con aquella ridícula canción de fondo en mis oídos, me doy cuenta de que faltan tan sólo unos minutos para llegar. A mi izquierda, veo a mi hermano con la cabeza balanceándose de un lado a otro, dormido. De repente me hace gracia y me sale una carcajada. Me gusta mucho ver a mi hermano así. Parece un angelito, aunque cuando se despierta ya no es lo mismo. Quiero mucho a mi hermano, sé que sin él no podría vivir, aunque a veces nos peleemos y nos digamos cosas horribles. Giro un poco la cabeza al frente. Mi madre está durmiendo. Tiene la boca ligeramente abierta, y mi padre sigue conduciendo con la vista al frente. Parece que nunca se cansa. A veces me pregunto qué es lo que piensa cuando conduce. Debe ser realmente aburrido. Si yo algún día conduzco, con lo despistada que soy, seguro que estrello el coche contra un árbol el primer día.
-Anna, vete despertando a tu hermano. Hemos llegado.

Me bajo del coche suavemente, bostezando del gran viaje y reflexionando sobre las estupideces que se me pueden llegar a ocurrir a veces.
De pronto me invade un dulce y refrescante olor a sal, que llega desde la playa. De fondo se oyen los sonidos de las gaviotas. Alocadas, impacientes porque comience el tan esperado verano. Verano. Jo, te echaba de menos. Pero no de ésta manera. No de ésta maldita manera. Oh dios, ¿por qué he tenido que suspender cuatro? Soy una auténtica desastre. Me odio a mí misma. Ahora todas mis amigas estarán disfrutando de todos y cada uno de sus días veraniegos menos yo. Yo me pasaré gran parte del tiempo con mi querido gran amigo Napoleón y las malditas ecuaciones.
Siento un deseo inmenso ahora mismo de ir a la playa. Cuando estoy triste por cualquier cosa, siempre voy. Me siento sobre una roca y me quedo horas mirando el oleaje. Sólo estamos el mar y yo. No sé, es como si me escuchase.
-Anna hija, ¿Quieres hacer el favor de espabilar y ayudarnos con el equipaje?
La voz de mi madre interrumpe mis pensamientos. Sí, realmente me gustaría ir a la playa ahora. A mi playa. A mi querida playa. Pero no puedo, tengo que ayudar a mis padres con el estúpido equipaje.
-Ya voy, mamá. ¿Qué hago?
-¿Cómo que qué haces? ¿Acaso no ves todo lo que tenemos que colocar? Seguro que encuentras algo más útil que hacer que quedarte quieta en tu mundo.
Oh dios. Esto es la peor parte de las vacaciones de verano. Empezar a colocar todas las cosas que hemos traído. En realidad nos hemos llevado media casa, sólo para estar unos quince días.
Abro el maletero del coche y me encuentro con unas seis maletas, de diferentes colores y tamaños.
Decido coger la mía, que es la que más a mano está y la que mejor conozco.
Me dirijo hacia mi habitación, la poso sobre mi cama con todo el esfuerzo que mi cuerpo me permite en éstos momentos, y la abro. Madre mía, va a reventar. Empiezo a sacar camisetas, faldas, vestidos, vaqueros... No me dará tiempo a poner ni la mitad de toda ésta ropa, pero aun así yo la he traído.
Cuando he acabado de colocar todo en su sitio, decido bajar al piso de abajo. Lo primero que localizo es a mi hermano jugando con su PSP.
-Y este niño, ¿no piensa hacer nada o qué?
-Anna hija, preocúpate por tu vida, que de tu hermano me encargo yo. Alan, traeme la maleta verde del coche y deja ese maldito aparato, ¿quieres?
-¡Eres una chivata, Anna! Desde luego que te odio.
La verdad esque a estas alturas me da igual que mi hermano me odie, y más por esta gran estupidez. En realidad, soy la oveja negra de mi familia.
Cuando salgo al jardín, mi padre me manda ir a ayudarle a limpiar el porche, que tras el invierno había quedado completamente sucio y cubierto de barro.
-Papá, estoy harta de tener que hacer todo lo que me digáis. Ya no soy ninguna niña para que me estéis todo el maldito día mandando cosas y yo tenga que obedecer como un perrito faldero. Tengo diecisiete años, y quiero un poco de libertad. ¿Acaso no lo entendéis o qué? Está claro que no, vosotros nunca entendéis nada de lo que me pasa. Nunca me entendéis.Estoy harta, harta de vosotros.

Salgo corriendo con las mejillas encharcadas de lágrimas, y a la vez de pura impotencia. Se han mezclado tantas cosas últimamente en mi vida, que lloro por cualquier tontería. Me dirijo hacia la playa, con todo el pelo esparcido por la cara, y por el maquillaje corrido debido a la trayectoria de mis lágrimas por toda mi cara, desembocando en mis labios.
Bajo a toda prisa por la carretera general, oliendo cada vez con más intensidad el dulce olor a sal. Me gusta ese olor. Me recuerda a cuando era pequeña. Cuando era niña, todo era mucho mejor. En aquella época era realmente feliz. La mayor preocupación que podría tener era que me pillasen jugando al escondite, o al pilla-pilla. También me llevaba bien con mis padres, y el físico no importaba tanto en aquellos tiempos. En aquellos tiempos yo era feliz, y no lo sabía.
De pronto un coche pasa a mi lado a toda velocidad, con música de discoteca a todo volumen y las ventanillas bajadas. Oigo el claxon del coche, acompañado de varios gritos que procedían de dentro y por una milésima de segundo, consigo divisar unos tres chavales dentro de él.
Imbéciles, pienso.
Practicamente ya he llegado a mi pequeño paraíso, y desde el aparcamiento de coches observo la maravillosa playa que tengo ante mis ojos.
La arena está realmente divertida. Es como si nunca hasta ahora hubiera sido pisada por nadie, como si el mar la hubiera bañado y se haya secado con los rayos del sol al instante. Las olas acarician la orilla suavemente, acompañadas de sus dulces y relajantes sonidos. Inspiro el aroma que tengo a mi alrededor, y continúo bajando.
Me descalzo mis viejos playeros, y los poso sobre un poste que hay a mi derecha. Me deslizo sobre un pequeño precipicio y caigo sobre la caliente y a la vez tan suave arena.
Comienzo a andar, y es como si volviese al pasado de repente. A mi anterior verano. Había echado de menos durante tanto tiempo esta sensación... Después de haber pasado seis meses llenos de lluvia, nieve, días nublados, y lo peor de todo, las malditas clases.
Camino sin dirección, por aquella inmensa playa, que me conozco como la palma de mi mano, pensando en todas las cosas que me habían sucedido este año. Bah, prefiero no pensar en eso. Ahora no.
Mis ojos alzan la vista al frente, y de pronto, localizo unos enormes ojos verdes a varios kilómetros de mí.
 Me quedo paralizada observando fijamente aquella ilusión óptica. Mi cerebro no reacciona. Maldita sea, ¿qué es lo que pasa? Anna, reacciona, si no quieres que piensen que eres tonta o que estás mal de la cabeza.
Mi yo interior me grita desde adentro, y por fin despierto. La poca capacidad de concentración que me queda, la utilizo para concentrarme en aquén verde tan intenso. Y entonces caigo en la cuenta de que un chico guapísimo con unos grandes ojos verdes me está mirando. A mí.
Miro hacia mi derecha y luego hacia mi izquierda, pensando en la posibilidad de que haya alguien detrás de mí, que no me extrañaría nada. Pero de pronto no hay nadie. Sólo estoy yo. Y él. Y me está mirando desde lo lejos. ¡Madre mía Anna, reacciona!
Lo único que se me ocurre hacer, por muy absurdo que parezca, es andar con la vista clavada en la arena. Voy sin dirección. ¿A dónde me dirijo? ¿Qué se supone que tengo que hacer? De repente, no sé que me pasa y tropiezo con una pequeña rama de árbol que ha debido de parar en la orilla arrastrada por el oleaje de anoche. Me caigo de bruces, en medio de la playa. Levanto la vista disimuladamente rezando por todos los dioses que quiera que haya en esta vida, que aquél chico tan perfecto que ha aparecido de repente, no me haya visto. Y entonces me percato de que mi suerte nunca me acompaña. Los enormes ojos verdes me están mirando. Tierra trágame. Ahora. Ya. Por favor.
Me levanto rápidamente como puedo, y caigo en la cuenta de que mi cara ha cogido el color que tienen los tomates en su perfecta época para tomarlos.
Decido darle la espalda a aquél perfecto y tentador desconocido, y comienzo a andar. Esta vez mirando al frente e intentando no volver a perder mi dignidad por completo. Me dirijo hacia el poste de antes, me pongo mis playeros y me voy. Sin mirar atrás. No podría soportar más tiempo esta tensión. Probablemente él se esté mueriendo de risa y visualizando en su memoria la escena de mi estúpida y maldita caída. Y yo aquí, con las mejillas coloradas aún, y con mi dignidad por los suelos. Soy una torpe. Una maldita torpe que siempre tiene que hacer el ridículo.
Cuando llego a casa está todo más o menos recogido. Una parte de mi yo interior se siente culpable. Y la otra llena de orgullo y rabia a la vez por lo sucedido hace unos minutos. Sé que ahora mis padres están realmente enfadados conmigo por haberme comportado de ése modo y marcharme dando gritos. Así que, decido irme a mi cama, me tumbo y cierro los ojos. Creo que ha sido suficiente por hoy. Y me pierdo entre mis sueños.

-¿Joe, has cogido la crema?
La voz de mi madre me despierta desde su habitación. Miro el reloj. Son las diez en punto de la mañana y mi madre ya está dando gritos. Me quedo en mi pequeño paraíso soñando despierta durante varios minutos más, y me levanto.
-Mamá, ¿ya habéis desayunado?
-Buenos días señorita. Sí, ya hemos desayunado. Y tú, ¿has reflexionado sobre tus acciones de ayer?
-Mamá, no quiero hablar de eso ahora, por favor.
-De acuerdo. Adolescentes...aver cuando pasa esta edad.
-Mamá te estoy oyendo.
-Vale, vale hija. No te enfades conmigo. ¿Qué piensas hacer hoy?
-Pues no lo sé aún. ¿Qué se supone que queréis que haga?
La voz de mi padre suena desde el jardín.
-¡Tú sabrás lo que tienes que hacer, ya eres mayorcita, como tú dices!
A veces odio a mi padre.
-De acuerdo mamá, me pondré a estudiar historia hasta las doce y luego bajaré a la playa con vosotros.
-Me parece bien.
Aún con los ojos entrecerrados por la espantosa noche que he pasado, y la carga de conciencia que tengo de ayer, me dirijo a hacer mi cama. Pero antes enciendo la mini cadena de música que tengo encima de la mesita de noche y empiezo a bailar mientras estiro las sábanas. Me dejo llevar por mi imaginación y pienso que el chico de ayer podría estar hoy en la playa también. Si es que existe, y no ha sido fruto de mi imaginación, claro.
Cuando acabo, abro mi mochila y cojo el maldito libro de historia. La odio. Odio esta asignatura. Maldita sea Anna, como has podido suspender historia para el verano.

Cuando llego a la playa, hay mucha gente, y me cuesta divisar a mis padres y a mi hermano. Aunque de pronto me acuerdo que llevaban la sombrilla amarilla con rayas blancas. Así que busco entre la gran variedad de sombrillas de todos los colores que hay, y al fin la encuentro.
-Hola papá. Hola mamá. Ya he estado estudiando.
-¿Ya te lo sabes todo?
-Sí, papá.
-Eso espero.
Esa última frase no ha sonado de mucho agrado, que digamos. Pero decido ignorarla y me quito la ropa, quedándome en bikini. Me ato un moño quedando bastante despeinada, pero al menos me alivia el maldito calor que hace.
Me dirijo hacia el mar, y de camino se me viene a la mente el chico de ayer. Giro un poco la cabeza a ambos lados, pero no le veo. Miro hacia atrás fingiendo que le hago una seña a mis padres, y tampoco. Seguro que se ha ido a otra playa, y no vuelve nunca más. Seguro que ayer ha pasado por aquí por casualidad, y ha coincidido que yo he ido para alegrarle un poco el día con mi caída de circo.
Intento eliminar todos esos horribles recuerdos de ayer de mi cabeza, y me centro en disfrutar del mar.
El agua roza mis pies y siento como recorre todo mi cuerpo. Está realmente congelada, pero eso me gusta. Me sumerjo bajo una gran ola que me cubre por completo todo mi cuerpo. Salgo a la superficie, y me vuelvo a zambullir en otra a continuación. A pocos metros de mí, localizo a mi hermano con su enorme tabla, intentando vacilar y desafíar a las olas. Pero decido no decirle nada, ya que lo único que conseguiría es que me dijera "Anna, déjame, ¿o no ves que estoy ocupado?".
Y sobre todo por lo que pasó ayer. Según él, soy una chivata. Puede ser.
Me vuelvo a sumerjir en otra ola, esta vez aguanto más tiempo bajo el agua, y salgo al exterior. De pronto, a mi derecha, veo un rostro familiar. Ojos verdes. Más abajo, unas finas comisuras de labios, y una tez bronceada por el sol veraniego. Un cabello castaño que cae gracioso y sexy sobre la frente. Y caigo en la cuenta de que es el chico de ayer. Mi corazón comienza a bombear en menos de una milésima de segundo a mil pulsaciones. Parece que me va a salir por la boca. Mi mente se acaba de quedar en blanco y mis mejillas son cubiertas por un intenso color rojizo. Es él. El chico que ayer me miraba fijamente desde lo lejos. El chico que me vió caerme de bruces en medio de la playa. Y lo tengo a escasos metros de mí. ¿Me habrá visto? ¡Madre mía! ¡¿Me habrá visto?! Tengo que salir ya de aquí. Me sumerjo otra vez y buceo lo más lejos que puedo del sitio en el que me encontraba. Salgo a la superficie y lo vuelvo a intentar. Bien, creo que aquí ya no puede verme. Me toco la cara. Mis mejillas están aún ardiendo y seguramente, rojas como un tomate.
Salgo disparada tapándome la cara disimuladamente con mi mano izquierda, intentando que no me vea. No sé por qué estoy dando este espectáculo por un chico que no conozco de nada y que seguramente yo para él sea una cosa mínima e insignificante.
Llego a la toalla donde está mi madre leyendo, y mi padre durmiendo.
-¿Ya no te bañas más Anna? Qué raro en ti.
-No mamá, hoy no me apetece mucho.
Me dirijo a mi toalla, bajo la sombrilla, de cara al mar. Bien, ya le veo. Ahí está. Desde aquí le tengo controlado y no volverá a cruzarse con mi cara nunca más. La poca dignidad que me queda no lo permitiría.
Decido coger mi mp4 y escuchar un poco de música. Sí, creo que me vendrá bien. Necesito relajarme.
Dios Anna, eres una histérica. ¿Por qué tienes que comportarte de esta manera? Tan sólo es un simple chico. Muy guapo, por cierto. Y que me mira. Pero nada más. Así que baja de tu maldita nube y acepta la realidad. No le importas, y si te miró, es porque sabía que te ibas a acabar cayendo y quería divertirse un poco. Nada más.
Son las tres y media de la tarde y tengo un hambre que me muero, literalmente. Mis padres han decidido quedarse en aquella estúpida playa que yo odiaba tanto en momentos como éste. Decido volver a casa, aunque sea andando. No me pienso quedar en esta maldita playa ni un segundo más, aparte de que ahora mismo mi autoestima y mi dignidad están por el subsuelo.
Discutiendo conmigo misma mentalmente, subo corriendo la cuesta en dirección a la casa lo más rápido que puedo. De vez en cuando miro hacia atrás ligeramente por si hay alguien a mi alrededor. No hay nadie, así que dejo mis brazos medio muertos, colgándome en frente de mis rodillas. Como si fuera un mono, sí. El cansancio que tengo ahora mismo es demasiado grande, y aumenta cada vez más a medida que voy subiendo esta maldita cuesta. De pronto, oigo detrás de mi el ruido de un coche, así que como un rayo, me pongo recta y vuelvo a comportarme como una persona normal. Me arrimo un poco más a la cuneta de la gastada carretera y espero a que el coche pase. Cada vez se acerca más a mí, y por fin pasa por delante mío. En un abrir y cerrar de ojos, veo al chico de antes a través de la ventanilla, y pese a la velocidad, consigo darme cuenta de que me está mirando. Se me para el corazón, así, de golpe. Y la sangre me recorre el cuerpo a una velocidad de vértigo, de manera que llego a la conclusión de que puedo desmayarme ahí mismo en cualquier momento. El coche se pierde en la siguiente curva y desaparece. Y yo me quedo ahí, en la cuneta de la carretera, quieta y con el corazón a mil por hora.
Abro el cajón de la encimera de la cocina, y cojo el cuchillo. Mi madre me había dejado preparadas sobre la mesa tres patatas, dando por hecho que no iba a bajar a la playa porque no acabaría a tiempo de estudiar. Gracias por confiar tanto en tu hija, mamá. En realidad no he acabado de estudiar, aún me faltan tres hojas. Me siento en una silla, y empiezo a pelar una patata. Soy realmente torpe para hacer este tipo de cosas, pero aun así decido esforzarme por hacerlo bien. Mientras deslizo el cuchillo con cuidado por el borde de la patata, me viene a la cabeza aquél extraño y a la vez tan sexy chico de la playa que se dedica a reírse de mí desde lejos. Si estuviese aquí Bea, me diría que soy una histérica y que tan solo es un chico que se ha fijado en mí por casualidad. Pero no. Yo sé que en él hay algo más. Si no, no se hubiese quedado mirándome durante tanto tiempo seguido. O quizás le parecía un orco de mordor y tan sólo le hacía gracia mi cara, que es lo más posible. Se acabó, decido llamar a Bea. Dejo el cuchillo sobre la mesa y le doy gracias a dios por no haberme llevado un dedo por delante. Me dirijo hacia mi habitación y marco su número. Dos, tres, cuatro toques. Vamos Bea, cógelo, por dios te lo pido.
-¿Sí?
Tiene una voz bastante rara, y parece que está de mal humor. Genial.
-Bea, soy yo. ¿Qué tal estás?
-Oh, Anna. Estaba durmiendo, ¿se puede saber qué quieres? Te has ido de aquí hace apenas un día y ya me estás llamando.
Bea tiene un humor de perros la mayoría de las veces. La verdad, esque casi siempre.
-Oh, vaya. Pues siento haberte despertado Bea, pero es importante. Hay un chico en la playa guapísimo que se me queda mirando. A mí. Y es a mí. Aunque parezca mentira, es verdad. Se me queda mirando desde lo lejos.
-¿Pero lo conoces?
-No, de nada.
-¿Y te mira a tí seguro, Anna?
-Sí, Bea. Estoy segura. Estoy realmente segura, Bea. Me mira. A mí.
-¿Y qué pasa? ¿Acaso no puede un chico mirarte? Anna, ni que fueras un trol o algo así. Es normal que le gustes a los chicos.
-Bea, no me has entendido. Este no es un chico normal, este es guapísimo. Tiene los ojos verdes y un cuerpazo impresionante. No es un chico cualquiera. Es perfecto. ¡Perfecto!
-Pues me alegro por ti, pídele su número de teléfono y que te invite a su casa. Yo me voy a dormir que estoy demasiado cansada como para escuchar estas tonterías a estas horas de la mañana.
Me cuelga. Oh dios, Bea, te odio. Eres lo peor del mundo, desde luego.
Dejo el teléfono sobre mi cama, y enchufo mi portátil. Lo enciendo, y entro al correo.
Tres mensajes en la bandeja de entrada. Pincho sobre el enlace, y los veo. Uno es de mi antiguo novio, y los otros dos de publicidad. Qué vida más triste.
Hago click en el de mi ex, y leo.
"Que te lo pases bien en vacaciones,  estoy aquí para lo que quieras. Un beso, Anna".
Estúpido capullo. Ese imbécil que se hace llamar Daniel, me puso los cuernos con una rubia hace unos meses. Desde que me enteré, le odio. Realmente le odio. He intentado borrarlo varias veces de mi vida, para no volver a cruzarme con él nunca más. Pero aún así, me sigue enviando mensajes al correo.
"Lo siento, no soy rubia, te has equivocado. Capullo."
Decido enviárselo así. Puede que me haya pasado un poco, pero esque hoy además no estoy de muy buen humor que digamos.
Cierro el portátil enfadada conmigo misma, y me tumbo sobre la cama. Cierro los ojos, y me duermo con el estómago vacío y un cansancio infernal.
 -¿Qué haces durmiendo a éstas horas, Anna?
La voz de mi madre atraviesa mis oídos como cuando te soplan con una bocina o un matasuegras en la oreja. Entrecierro los ojos, adaptándome a la claridad que hay en mi habitación. Hace buen día. ¿Cuánto he dormido? ¿Diez minutos? ¿Una hora? ¿Dos?
-¿Qué hora es?
-Son las cuatro de la tarde, ¿se puede saber que hace la cocina así? ¿No te había dicho que te preparases la comida, señorita?
-No tenía hambre, mamá.
-Anna hija, tienes que comer algo. Estás en los huesos.
Mi madre favoreciendo mi autoestima, como siempre. Me levanto de la cama, intentando ubicarme y orientarme. Me apetece llorar, no sé por qué. Lo veo todo tan triste...es como si nada tuviese sentido, como si yo sobrase aquí, como si  a nadie le importara. Atravieso el jardín, y clavo la mirada en el pequeño trozo de mar que se ve desde donde estoy. Me gusta que se vea el mar, aunque sea muy poco, desde mi casa. Es agradable. Y ahora me apetece darme un baño. Voy al revés que todo el mundo, pero eso ya desde que nací.
-Mamá, ¿puedo ir a darme un baño?
-Hace menos de dos horas que te lo has dado, además ahora tienes que estudiar, Anna. Te recuerdo que has suspendido cuatro asignaturas.
-Pero, ¿por qué?
Mi tono de voz me ha salido más alto de lo que esperaba.
-Porque no, Anna. Habértelo pensado antes, en vez de subir a casa mientras tu familia estaba en la playa. Y ahora ponte a estudiar, ya estás tardando. Tu padre y yo vamos a ir al pueblo a comprar unas cosas, así que te quedas con tu hermano. Eres la mayor, así que vigílalo.
Genial. Mi impotencia interior hace que me sienta aún peor.
Vuelvo a mi habitación, y le pego un puñetazo a un cojín que está sobre mi cama. Odio a mi madre, la odio.
Cojo el primer libro que veo, de historia, y lo abro. Me siento en la mesa y empiezo a leer.
"El enfrentamiento territorial entre Alemania y Francia eran los grandes problemas internacionales que contribuían al estado prebélico en los años anteriores a 1914".
Unos inmensos ojos verdes vienen a mi mente, de repente. Se apoderan de mí, y me pierdo en mis pensamientos. Es realmente guapo. ¿Por qué me mirará tanto?
Tras unos minutos de ensimismamiento, salgo de mi yo interior, y me percato de que mis padres ya se han ido a comprar. Estoy sola en casa con mi hermano.
Ahora no puedo estudiar, es imposible. Por más que lo intento, no puedo. Así que decido ir a dar una vuelta hasta la playa. Mi madre me había dicho que estudiase, que ni se me ocurriese ir a la playa. Pero pienso ir igual. Al fin y al cabo, si se enterase, nada podría ir peor de lo que va a ahora.
Coloco la bici sobre el poste, suavemente y con cuidado. Me descalzo los viejos playeros y los pongo sobre la arena. Comienzo a andar, y mis pies rozan la suave y caliente arena veraniega.
Me dirigo hacia una roca que está bañada ligeramente por las olas, y de vez en cuando pasan y la rozan.
Me siento sobre ella, y por primera vez, desde que empezaron las vacaiones de verano, me siento bien.
Puedo disfrutar realmente de la playa. De su olor. De su forma. De su tacto. De su sonido. El sonido de las gaviotas que recorren el cielo a toda velocidad, felices y sin preocupaciones. Cierro los ojos. Me paro a pensar en todo lo que he vivido hasta ahora. Momentos felices, tristes, embarazosos, eufóricos, depresivos.
¿Existe relamente la suerte? Recuerdo que una vez la profesora Marga, cuando estaba en primero de la ESO, nos había dicho que la suerte no existía. Simplemente queríamos creer que sí, porque sencillamente nos hacía sentirnos mejor. Pero yo no lo creo. Yo creo que hay personas que nacen con ella, y otras sencillamente no. Yo, soy de las segundas.
Mis pupilas se clavan en el inmenso, azul y poderoso mar. Siempre los mismos movimientos de olas, que avanzan y retroceden en un continuo infinito. Y cada una de ellas con algún detalle que las diferencia de las demás. Estoy sentada sobre una pequeña roca, húmeda por las recientes gotas de agua salada que se incrustan contra ella una y otra vez.
El mar, este en particular, tiene guardados infinitos de misterios y secretos que jamás serán revelados.
Año tras año, hasta un infinito que quedará perdido en el tiempo. Me gusta contemplarlo, me recuerda a mí. Siempre haciendo los mismos movimientos, una y otra vez. A veces furioso, otras en calma. Me cubro las piernas flexionadas con las manos y apoyo la cabeza en las rodillas, sin dejar de contemplarlo. No sé que hora es, he perdido la noción del tiempo y lo único que me apetece ahora es quedarme así durante el resto de mi vida. La brisa me descoloca sutilmente los mechones de mi pelo una y otra vez. Me lo aparto de la cara, inutilmente.
Los gritos de las gaviotas suenan de fondo, y una gran ola que me invade de repente me hace reaccionar.
Tengo mojados la payor parte de mis vaqueros y la parte superior de mi camiseta. Genial.
Me levanto suavemente, apoyándome en las rocas que tengo a mi alrededor, intentando no resbalar. Una vez de pie, miro al cielo. Está oscuro, es prácticamente de noche y miles de estrellas lo adornan. Mis padres seguramente ya hayan llegado.
De repente, noto un suave roce en mi tobillo. Agacho la cabeza, intentando visualizar entre las algas del agua que cubre mis pies, que es lo que me provoca ese raro cosquilleo. Me quedo paralizada. Y entonces mis ojos distinguen unos tentáculos bastante alargados. Caigo en la cuenta de que es un pulpo. Y me tiene agarrado el tobillo.
-¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!
Mi grito se me ha oído en toda la playa, pero no sirve de nada. Está desierta. No hay nadie. ¿Qué hago?
Tiro de mi pobre pierna, pero es imposible. Me tiene cogida como cuando un león coge a su presa. Y la pobre, por más que lo intente, no puede escapar.
De pronto, sacándome de mi dilema interior sobre un plan razonable y lógico para esta absurda situación, noto una mano en mi espalda apoyada suavemente.
-¿Necesitas ayuda?
Levanto la cabeza, aliviada, y entonces me da un pequeño infarto en el interior de mi cuerpo, impidiendo a mis demás órganos reaccionar. Me paralizo y me pongo roja. Es él.
Agacho la cabeza, clavando la mirada en el pulpo, no sé por qué, pero lo hago.
-No, gracias.
Mi cerebro no reacciona y dice cosas sin sentido. ¿"No, gracias"? ¿Cómo que no, Anna? ¿Tienes un maldito pulpo enganchado en tu tobillo y no necesitas ayuda? Sí, la necesito. Pero no de él. Ya he hecho bastante el ridículo estos últimos días con este misterioso desconocido que tengo delante.
-¿Estás segura? No lo creo.
-Sí, estoy bien. Gracias.
-¿Y por qué gritabas?
Maldita sea.
-Porque una ola me había salpicado.
Sonrío levemente, y sigo mirando al pulpo.
-¿Y eso qué es? Dice, señalando al querido animal.
-Un pulpo- Contesto.
Esto es absurdo. Creo que estoy soñando o algo así. O más bien, una pesadilla. Sí.
-Ya, ¿y entonces no necesitas mi ayuda? ¿O prefieres quedarte aquí sola con tu amigo?
¿Mi amigo? ¿Me está vacilando? Lo que me faltaba.
-Déjame.
Contesto borde, estoy enfadada y no sé por qué.
-De acuerdo.
Da la vuelta, y se va. Se está yendo. Anna, imbécil, reacciona. No me sale la voz.
-¡Espera!

"Dicen que se quiere de verdad cuando ya nada más te importa".
"Porque las mejores personas son las que sufren en silencio por miedo a molestar a los demás".

¿Siempre?

Que fácil resulta a veces enamorarse de una persona. Tan fácil que luego intentar olvidarle puede ser una de las cosas más difíciles que haya en esta vida. A veces te cruzas con una persona, y sirve sólo un instante para darte cuenta de que es tu otra mitad. Un sólo instante para entender que podría pasar contigo el resto de tu vida. A veces las personas somos tan alocadas que podemos llegar a enamorarnos profundamente de alguien al que ni siquiera conocemos. Pero que sólo una simple mirada ha sido suficiente para hacernos darnos cuenta de muchas cosas que ni nosotros mismos sabíamos. Y entonces cuando realmente le conoces, cuando realmente sabes quién es, descubres que todo es diferente a como era antes. Y por nada del mundo lo cambiarías, porque sencillamente lo que antes llamabas "yo", ha pasado a ser un "nosotros".